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La aldea de Ouranoupolis, en el norte de Grecia, está cerca de las ruinas de Stagira, donde nació Aristóteles y, además, es el puerto obligado para quienes peregrinan al vecino Monte Athos, centro espiritual de la Ortodoxia. El hotel donde me alojo lleva el nombre del filósofo que fue preceptor de Alejandro y el encuentro al que asisto se titula: «La tragedia, entonces y ahora: de Aristóteles al tercer milenio». Nada más bajar del autobús que me trajo desde Salónica, zangoloteando entre olivares, cipreses y enjambres de turistas alemanes, me presentan al pope que me había propuesto conocer aunque fuera filtrándome de contrabando en la montaña sagrada de las iglesias orientales: el Padre Simeón.
Me habló de él hace un par de noches, en Atenas, mi amigo Stavros, mientras cenábamos en una terraza impregnada de aromas, bajo un cielo lleno de estrellas parpadeantes: «Si vas al Monte Athos, tienes que conocerlo. Es un monje-sacerdote, ermitaño, pintor, poeta, místico, reverenciado en toda Grecia, una de las figuras más destacadas de la Iglesia Ortodoxa. Y, cáete de espaldas, el Padre Simeón no es griego sino peruano». Desde entonces, este compatriota no se ha apartado de mi mente ni un solo momento. Y aquí me lo encuentro, entre los congresistas, invitado para hablar de la Poética de Aristóteles, la tradición mística y su propia poesía.
Es un hombre de cincuenta y dos años, de luengas barbas y plateada cabellera, ojos claros y largas manos que mueve al hablar con la misma elegancia con que lleva el imponente hábito que, a su paso, concentra todas las miradas. Es verdad: todos los griegos presentes lo rodean, lo siguen, lo acosan con una curiosidad efusiva a la que él parece consentir no sin dificultad. Es afable, cortés y habla despacio, como luchando contra el aturdimiento que deben producirle tantas voces, tanta gente, tanto trajín, comparados con el silencio y la quietud de la ermita erigida en una ladera cercana al monasterio de Stavronikita, donde ora, medita, escribe y pinta, solo con su fe, desde que en 1987 abandonó su clausura en el monasterio de Agios Grigorios para hacer vida de anacoreta.
Todo es griego en él, salvo su español, limeñísimo a más no poder. Un español muy suavecito, perezoso con las sílabas finales de las palabras, y musicalizado, de alta clase social, procedente de Miraflores o San Isidro, y forjado en un colegio de curas para niños bien: ¿el Santa María o la Inmaculada? Él se ríe: «Frío, frío. Estudié en el Claretiano». Su apellido es de la Jara, una familia que ha dado al Perú juristas y políticos destacados, una célebre promotora de la música criolla y la bohemia, y una pareja, los padres de Simeón, excepcionalmente comprensiva, pues, cuando en los años sesenta, su hijo, alumno destacado en el colegio, les anunció que «para no hacer concesiones al establishment» había decidido no presentarse a los exámenes de fin de año y por lo tanto cerrarse las puertas de una profesión liberal, en vez de hacer un dramón griego, se resignaron. Para entonces, Miguel Ángel, el futuro Padre Simeón, un muchacho rebelde y soñador, se había convertido en el primer peruano. Leía a los surrealistas y a Rimbaud, sobre budismo y taoísmo, y se había dejado el cabello hasta los hombros. Su apariencia indignó a una patota de jóvenes sanisidrinos, que le dio una tremenda paliza, a resultas de la cual estuvo varios días en el hospital, con amnesia. Cuando salió, sus prudentes padres optaron por enviarlo al extranjero.
Estuvo en el swinging London de finales de los sesenta, y después en París, y luego -naturalmente- en la India y en Nepal, haciendo yoga y estudiando budismo e hinduismo, pero no se quedó allí, dice, porque el espectáculo callejero de la miseria multitudinaria y eterna llegó a alterarle el sistema nervioso. Regresó a París, se instaló en el Barrio Latino y estaba aprendiendo chino cuando un buen día, en un restaurancito modesto, lo intrigó un religioso de hábitos ampulosos que comía solo. Era un sacerdote ortodoxo griego, de origen suizo, cuya amistad cambiaría su vida de raíz. «Dios se hizo hombre para que el hombre pudiera ser dios». Dice que esa frase, que escuchó a aquel pope en la primera conversación que celebraron, todavía le resuena en la memoria, treinta años después.
La primera consecuencia de esa nueva amistad fue que Miguel Ángel reemplazó el chino por la hagiografía y se puso a aprender a pintar íconos, en el taller de Leonide Ouspensky, a la vez que empezaba leer a los teólogos y místicos de la Iglesia Ortodoxa. En 1972, luego de un viaje recorriendo iglesias ortodoxas de Serbia y Grecia, se convirtió formalmente y al año siguiente decidió hacerse religioso. Fue aceptado como novicio en el monasterio de Agios Georgios (San Jorge), en la isla de Evia o Euboia, a la que llegó, a sus veintidós años, sin hablar una palabra de griego. Pero me asegura que, a los seis meses, ya podía entenderse con los otros monjes, y que, en todo caso, su maestro de novicios chapurreaba algo de inglés.
El Padre Simeón tiene una manera de contar los episodios de su extraordinaria vida, que, se diría, no hay en ellos nada de insólito ni excepcional, sino una sucesión de ocurrencias de una bostezante banalidad. Cuando yo, malogrado por mi vocación truculenta, le replico que no pudo ser tan fácil ni tan simple, que cambiar de la noche a la mañana de lengua, de régimen de vida, de cultura, de estado, tener que levantarse a medianoche y pronunciar un millar de veces al día el nombre de Jesús y cumplir con las agobiantes jornadas de trabajo físico y espiritual en aquel monasterio en el que fue, por un buen tiempo, un total extranjero, debió costarle esfuerzos y sacrificios desmedidos, dudas atroces, sufrimientos, él niega con la cabeza y adopta una expresión de disculpas, como apenado de decepcionarme. «Fue una experiencia muy hermosa», insiste. «Desde el primer momento en el monasterio, comprendí que había encontrado por fin lo que andaba buscando».
No sólo lo encontró en la religión; también en la cultura y la lengua de Grecia, que se fueron haciendo cuerpo de su espíritu y recreando su personalidad. Cuando, a mediados de los años setenta, toda la comunidad de monjes de Agios Georgios se trasladó al Monte Athos, el Padre Simeón ya leía y hablaba el griego y hasta había empezado a garabatear sus primeros poemas en esa lengua. En los trece años que permaneció en el monasterio de San Gregorio, en el Monte Athos, se ordenó sacerdote, y su trabajo intelectual y teológico debió dejar una huella en su comunidad pues desde 1983 sale de Grecia a dar conferencias sobre la Ortodoxia y el Monte Athos (Una de ellas en la sede de la OTAN!) y en esa década se publican sus primeros ensayos religiosos y sus libros de poemas. El último, Me Imation Melan (Con Manto Negro) contiene, además, reproducciones de sus grabados y pinturas, un arte que había practicado de joven, en Lima, y que retomó al retirarse del monasterio de Agios Georgios en 1987 a la ermita donde hasta ahora vive.
En su conferencia, dicha en griego, y de la que los intérpretes nos dan una versión probablemente muy rudimentaria, el Padre Simeón explica que para él escribir es una manera de vivir más profundamente la naturaleza que lo rodea en la montaña, y otro modo de orar y de encontrar momentánea redención y consuelo, y hace sutiles aproximaciones entre el ejercicio de su vocación y la descripción aristotélica de la catarsis. Son razonamientos que sigo con dificultad, pero quien habla no es un pedante ni un farsante, sino alguien que, a ojos vista, hace denodados esfuerzos para comunicar con total sinceridad una experiencia que, por lo demás, sabe muy bien no es totalmente racionalizable. Es la misma impresión que me da en las charlas que celebramos estos días, paseando por las calles de Ouranoupolis -a las que el turismo ha vuelto idénticas a las de la Costa del Sol o a las de los balnearios de la República Dominicana- o escabulléndonos de los psicoanalistas, filólogos y filósofos del congreso: un hombre sencillo, que no parece medir en toda su dimensión la notable aventura de la que ha sido protagonista. Cuando se lo insinúo, rehuye la respuesta con risueñas evasivas: «Y las aventuras que espero vivir todavía».
Como estuvo cerca de 24 años sin hablar español, de pronto tiene un blanco, una duda lo asalta y se resiste a continuar hasta que, del fondo de la memoria, rescata la palabra perdida. Entonces, se le iluminan los ojos y dilata su cara una sonrisa de alivio. Su vida de monje y de ermitaño no lo ha aislado del siglo: recibe una correspondencia diluviana -le escriben muchos presos, por ejemplo-, numerosas personas lo vienen a visitar, y, cada cierto número de años, obtiene permiso de su comunidad para hacer un largo viaje. El último, por China y Asia del Sur, le llenó la cabeza de imágenes que ha volcado en poemas, pequeños como haikús, y en dibujos. Ahora se dispone a partir a Etiopía, en un largo periplo que lo hará recorrer todo Egipto. Cuando le bromeo que, tal vez, de esa peregrinación resulte que la Iglesia Etíope, de monjes cenicientos maravillosamente enturbantados, gane un nuevo adepto, no se ríe. Se encoge de hombros y, la mirada perdida en una súbita ensoñación, murmura: «Quién sabe».
La verdad es que, pensándolo bien, el Padre Simeón parece una de esas raras excepciones de la especie humana capaz de cambiar de vida todas las veces que haga falta, incluso ahora. Para qué lo haría? Para no apolillarse en la rutina ni convertirse en una estatua; para seguir explorando las infinitas posibilidades del mundo y de la vida hasta el último aliento con esa curiosidad regocijada con la que me interroga sobre todo lo que sé y no sé. Cuando le digo que su historia me recuerda mucho a la de Thomas Merton, el poeta norteamericano que se hizo cartujo y que narró su peripecia en una hermosa autobiografía, me dice que no la ha leído y no parece interesarse mucho por hacerlo. (En efecto, comparada a su propia historia, la de Merton es bastante menos original). Pero sí conoce algunos de sus poemas y su libro sobre los padres del desierto.
Por qué me ha impresionado tanto conocer al Padre Simeón que, cuando nos despedimos, tengo la impresión de separarme de un viejo y querido amigo? Por su rica calidad humana, desde luego. Pero también, sin duda, porque su caso es una ejemplar demostración de la manera como la libertad cabalmente asumida puede emancipar a un ser humano de todos los condicionamientos gregarios -religión, patria, cultura, lengua, costumbres- que, para los ciudadanos del común, funcionan en la práctica como otros tantos campos de concentración, y reemplazarlos por otros, libremente escogidos, de acuerdo a sus deseos y a sus sueños. Siendo agnóstico, las conversiones religiosas me suelen dejar bastante frío. Pero reducir la historia del Padre Simeón a un mero cambio de fe, sería desnaturalizarla. Su historia es la de un desconcertado joven hippy que a fuerza de valentía, sensibilidad y testarudez fue capaz de rechazar todos los destinos que su tiempo, su familia y su país le tenían asignados, y construirse uno a su propia medida y vocación, un destino que lo enriqueció personalmente y que ha enriquecido -¡todavía más¡- a la tierra de Aristóteles.
© Mario Vargas Llosa, 2002.